Y qué puedo hacer yo si mi padre tenía
que morirse algún día. De alguna manera, toda mi vida había consistido en
mostrar que él sí tenía un lugar, pero terminé con el alma dislocada. Hasta que, al final, ocurrió lo inevitable. Igualmente, viene ella hoy a decirme que lo
nuestro es imposible. ¡Qué puedo hacer yo si ni siquiera lo había notado! Me
pregunto cómo pudo pasar tanto tiempo en la cuerda floja. Recuerdo que el
cadáver de mi padre se derritió como un agujero negro entre mis manos. Ahora
ella se convierte en otra sustancia esquiva. Al menos, tuve aliento para
practicar una canción recién inventada y, mientras lo hacía,
aproveché para hacer un inventario de lo que soy. Y, ¿a qué llegué? A la
conclusión de que, ante todo, debo aceptar la infinita soledad a la que mi
nombre responde. Los hombres de la funeraria me advirtieron que el cadáver
pesaría mucho, pero yo me sentí en el deber de ayudarles a cargarlo. Lo solté a
destiempo y alcanzó a golpearse contra el ataúd, pero sentí que desde algún
lugar me agradecía el esfuerzo. Qué pensará ella ahora que acepto su partida.
Tal vez lo mismo que pensé yo cuando le reproché a mi padre que me dejara solo
cuando niño. ¡Y pensar que en realidad no lo estaba!
martes, 28 de octubre de 2014
domingo, 5 de octubre de 2014
en memoria de quien me ayudó a leer a Schopenhauer
Cuando un filósofo nace la naturaleza
descansa, pues encuentra quien cargue por ella ese peso de la abstracción que
por momentos llega a ser terrible. Por esto, no es difícil pensar que su muerte
descompense la realidad o que, en algún momento, él mismo concluya que es mejor
dejar de vivir. De hecho, si se piensa bien, se trata de una idea razonable. Sólo basta con imaginárselo observando el mundo a través de ese cubo que a
veces es de vidrio y a veces de granito negro, descifrando los brillos, las
superposiciones de imágenes y sonidos que rebotan contra los ángulos, para
entender que, si bien el filósofo puede diferenciar como nadie lo falso de lo
verdadero, le cuesta encontrar un descanso que otros obtienen más fácilmente.
¡Si al menos las representaciones no estuvieran amenazadas por la voluntad de
vivir!
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