Y qué puedo hacer yo si mi padre tenía
que morirse algún día. De alguna manera, toda mi vida había consistido en
mostrar que él sí tenía un lugar, pero terminé con el alma dislocada. Hasta que, al final, ocurrió lo inevitable. Igualmente, viene ella hoy a decirme que lo
nuestro es imposible. ¡Qué puedo hacer yo si ni siquiera lo había notado! Me
pregunto cómo pudo pasar tanto tiempo en la cuerda floja. Recuerdo que el
cadáver de mi padre se derritió como un agujero negro entre mis manos. Ahora
ella se convierte en otra sustancia esquiva. Al menos, tuve aliento para
practicar una canción recién inventada y, mientras lo hacía,
aproveché para hacer un inventario de lo que soy. Y, ¿a qué llegué? A la
conclusión de que, ante todo, debo aceptar la infinita soledad a la que mi
nombre responde. Los hombres de la funeraria me advirtieron que el cadáver
pesaría mucho, pero yo me sentí en el deber de ayudarles a cargarlo. Lo solté a
destiempo y alcanzó a golpearse contra el ataúd, pero sentí que desde algún
lugar me agradecía el esfuerzo. Qué pensará ella ahora que acepto su partida.
Tal vez lo mismo que pensé yo cuando le reproché a mi padre que me dejara solo
cuando niño. ¡Y pensar que en realidad no lo estaba!
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