Cuando un filósofo nace la naturaleza
descansa, pues encuentra quien cargue por ella ese peso de la abstracción que
por momentos llega a ser terrible. Por esto, no es difícil pensar que su muerte
descompense la realidad o que, en algún momento, él mismo concluya que es mejor
dejar de vivir. De hecho, si se piensa bien, se trata de una idea razonable. Sólo basta con imaginárselo observando el mundo a través de ese cubo que a
veces es de vidrio y a veces de granito negro, descifrando los brillos, las
superposiciones de imágenes y sonidos que rebotan contra los ángulos, para
entender que, si bien el filósofo puede diferenciar como nadie lo falso de lo
verdadero, le cuesta encontrar un descanso que otros obtienen más fácilmente.
¡Si al menos las representaciones no estuvieran amenazadas por la voluntad de
vivir!
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