domingo, 21 de septiembre de 2014

mensajeros ciegos


Estoy en el balcón de la casa de mi hijo y veo pasar los carros. Cuando uno está en la ciudad siempre termina escribiendo sobre carros. Al menos, tengo la alegría de estar usando una vela  para iluminarme, así tenga que volver a prenderla cada vez que el viento la apaga. Incluso, me doy el placer de poner la punta del lapicero en el fuego para que vuelva la tinta. ¿Acaso, en el fondo, somos hombres milenarios que luchan por adaptarse a un despropósito o niños a los que sus madres les miden un disfraz incómodo? ¿Acaso aún es nuestro el asombro de quien dominó el fuego por vez primera? Si es así, seguramente también recordamos la noche en que nuestro refugió se incendió, dejándonos en la llanura a la deriva de las fieras. Y esos recuerdos pelean en nosotros como dos mensajeros ciegos que no saben si han entregado su recado a la persona correcta.

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