Estoy en el balcón de la casa de mi hijo
y veo pasar los carros. Cuando uno está en la ciudad siempre termina
escribiendo sobre carros. Al menos, tengo la alegría de estar usando una
vela para iluminarme, así tenga que volver
a prenderla cada vez que el viento la apaga. Incluso, me doy el placer de poner
la punta del lapicero en el fuego para que vuelva la tinta. ¿Acaso, en el fondo,
somos hombres milenarios que luchan por adaptarse a un despropósito o niños a
los que sus madres les miden un disfraz incómodo? ¿Acaso aún es nuestro el
asombro de quien dominó el fuego por vez primera? Si es así, seguramente
también recordamos la noche en que nuestro refugió se incendió, dejándonos en
la llanura a la deriva de las fieras. Y esos recuerdos pelean en nosotros como
dos mensajeros ciegos que no saben si han entregado su recado a la persona
correcta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario